Los consuelos

Relato enviado por Guillermo Arróniz López para la convocatoria «Historias de la nueva normalidad». Fotografía de Jose Ramirez en Flickr.

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Durante los tiempos del confinamiento en que se nos permitió dar paseos más allá de ir a trabajar, a comprar alimentos o a la farmacia —aun con limitaciones respecto al momento y la duración— encontré un inmenso alivio al hallar abierta la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, en la calle de Bravo Murillo, a la altura casi de la glorieta de Cuatro Caminos. Su estructura neogótica, su blancura, sus preciosas vidrieras y su altar, con esos ángeles sobre fondo dorado, a medio camino entre el la Edad Media y el Renacimiento, son obra de Enrique Repullés, el arquitecto de la Bolsa de Madrid y el de los capiteles de la cripta de la catedral de la Almudena (más de doscientos, si no recuerdo mal, y todos distintos). Un gran artista que, según he leído por algún sitio, tenía sus malos pensamientos, como todos, y se reía de ese otro gran arquitecto, Adaro, que había ganado el concurso del importantísimo Banco de España, pero sufría al ver cómo iban comprando más y más terrenos aledaños y tenía que cambiar todos los planos y el proyecto continuamente. Hace no demasiados años se tiró el último edificio de la manzana para ampliar la insigne institución y la esquina fue levantada —con escasísimo acierto, para mi gusto— por Moneo, ese hombre cuyas obras me parecen, casi en su totalidad, espantosas y un insulto estético al entorno en el que se levantan.

Allí, en el templo católico de Chamberí, barrio donde tantos otros del mismo estilo hacen las delicias de los amantes de este estilo, como soy yo, entre unos pocos fieles, mi alma encontró sosiego gracias a breves oraciones y hermosas imágenes de Cristo: el bellísimo Crucificado, el dulce Sagrado Corazón, así como a la sonrisa del joven sacerdote —adivinada en sus ojos— cuando saludaba a cada uno de los fieles que allí entrábamos buscando a Dios, buscando la paz, buscando la esperanza y la protección de Su todopoderosa mano.

Regresé de cuando en cuando, siguiendo los horarios permitidos por la normativa gubernamental. Y el bálsamo funcionó casi siempre.

Cuando, por fin, terminaron las restricciones por franjas horarias y el kilómetro de distancia, hallé una gran alegría —obsérvese la frivolidad frente a lo anterior— en «retomar» mi Madrid. El primer sábado de esa nueva etapa de mayor libertad, o menor constreñimiento, bajé por la larga y curiosa calle de Bravo Murillo hasta la glorieta de Quevedo, donde su magnífica escultura, obra del olvidado Agustín Querol, está siempre acompañada de musas y palomas, no así de agua, que va y viene sin que yo llegue a adivinar los ritmos que marcan el funcionamiento de esta fuente. De allí encaminé mis pasos por la comercial calle Fuencarral hasta la glorieta de Bilbao —aún, creo, estaba cerrado el Café Comercial, tan renovado y brillante—; el Tribunal de Cuentas; el Humilladero de Nuestra Señora de la Soledad, obra de 1712, en humilde ladrillo, número 44 de la calle, esquina con Augusto Figueroa, y recuerdo de una ciudad que se ha ido para siempre; y por fin la Gran Vía. A pesar de que eran casi las once de la mañana aquello parecían las ocho de un domingo. Apenas viandantes, silencio, Madrid al desnudo.

Así encontré también Carretas; la Puerta del Sol (¿llegaríamos a ser veinte personas en la alargada plaza?) donde Carlos III seguía mirando el tiempo y hablando amigablemente con la Mariblanca, que está casi a la entrada de la calle Arenal —es una copia, la original está en el Museo de Historia de la Ciudad, frente a cuya reja acababa de pasar unos cientos de metros atrás—, y el oso continuaba, hambriento sin solución, buscando sus madroños de piedra. Por último, cruzando la plaza del Marqués Viudo de Pontejos, con su elegante busto, por fin, la plaza de Santa Cruz, donde una tostada y un café con leche en vaso me supieron más ricos y más madrileños que nunca.

Serían más de las once y media cuando mis pies volvieron a posarse sobre ese irregular suelo de la Plaza Mayor, tan vacía como el resto. Recuperar «mis calles», glorietas, iglesias y plazas me retornó a la vida.

Y ahora… Ahora que hemos alcanzado eso que llaman «la nueva normalidad», confieso que no encuentro consuelo. Porque nada es normal. Ni los aforos, ni las mascarillas, ni las playas parceladas, ni el miedo permanente (dígase a los rebrotes, que es lo mismo que decir a la soledad y la muerte), ni las distancias obligatorias, ni los abrazos dados a medias.
Ahora quizá mi esperanza sea el mañana, con su vacuna para todos, con su auténtica normalidad, sin ese «nueva» tan espantoso (será que yo soy un conservador nato).

Dadme vosotros visiones distintas y las acogeré como agua de mayo… aunque mayo ya se nos haya escapado.

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Cielo azul de Madrid, alúmbrame con tu azul y trae tu belleza para mí.