Así empieza…

Tengo delante de mí un listado de temas que quiero ir contando en esta columna que inauguro hoy; ya tengo dos seleccionados para comenzar. Ahora mismo soy un manojo de nervios, con muchas ganas de hacerlo bien y de que mi trabajo guste.

He buscado contenidos de siempre que vuelven a ser actuales, que mantendré, o intentaré darle un giro nuevo, cambiarle la perspectiva, dar la oportunidad a otro enfoque: ser una nostálgica me puede ayudar a reinterpretar esas imágenes e historias ya contadas. 

Así empiezo. Sentada en un café, cerca del Paseo de Recoletos. He dado varias vueltas hasta encontrar un local agradable. En mi búsqueda me he fijado en el toldo del Gran Café de Gijón, muy asociado a las tertulias literarias hasta el punto de que un concurso de novela corta lleva su nombre. Al pasar por la puerta se podía escuchar la canción Café Gijón de Sara Montiel, como una invitación a entrar. 

CAFÉ GIJÓN

Es luz en la penumbra…
es toda la bohemia…
viejas tertulias, sueños y anemias.

El duende del Gijón es de Juan Ramón
de Pablo, Federico y de Miguel
de Ramón y Cajal y de Rubén.
En medio del salón del café Gijón
el duende del pasado se adueñado
de mi corazón.

Actores… buscando un personaje
para darle vida y vivir.
Poetas…rimando en cada verso
la quimera de sobrevivir.
Laureles, fracasos…
la guerra… de paso.

Hoy tantos años ya
sigue sin cesar
velando las tertulias como ayer
sumándose a la bulla del café.

El duende del Gijón
es una ilusión
de páginas y sueños que jamás
perdieron… su color.

Coleccionando versos vivirá
historias y recuerdos de amistad.
Es como una canción
como una obsesión
la música del duende loco del
viejo Madrid del Gijón

No entro. Dejo atrás el Café-museo, con sus fotos, sus paredes recubiertas de madera, con un prestigioso recorrido que no pierde: este Café ha aportado más a la literatura y arte contemporáneo que dos o tres universidades.

Sigo buscando. Me fijo en un local que recoge todo lo que se ha puesto de moda: grandes ventanales que se abren a la calle, paredes desnudas de ladrillo visto, con adornos mínimos,  vigas de madera restauradas. Alterna las arropadoras sillas huevo (1958) —parecen actuales pero ya es un diseño de hace tiempo— con las Thonet (1854), rodeando los veladores. Para las esquinas han colocado también diseños con unos años, los taburetes Aalto (1933), dándoles un aire actual con una maceta encima. Todo muy vegetal. Las plantas cuelgan de los reciclados palés de madera, con palabras en tonos pastel: CAFELOVER / COFFEEHOLIC. Han reideado, rediseñado antiguas cafeterías de toda la vida. Está bastante claro lo que ofrecen. Vegetal, saludable, ecológico son calificativos muy del momento; que además se pueden utilizar a sustantivos tan diversos como casa, comida… prácticamente cualquier cosa que favorezca la salud, que no vaya en contra del medio ambiente tiene esa etiqueta.

Decido sentarme. Leo la carta. Hay variedad y seguro que calidad. Las maneras de tomarse un café no dejan de multiplicarse: solo con/sin azúcar/sacarina. Cortado, manchado, bombón, largo de café o largo de leche; americano. Con leche fría, templada o caliente. Con una nube de leche. En vaso o en taza pequeña o grande. Con hielo o un chorrito de aguardiente.

Elijo café frappé. Mientras espero a que me lo traigan me pongo a escribir. Uno de los recuerdos que tengo de cuando era niña eran las visitas a casa de mi abuela. Por la mañana retostaba los granos de café en una sartén y luego los metía en el molinillo. A continuación ese café molido lo hervía con agua, un par de cucharas soperas bien llenas, para después colarlos con la manga. Recuerdo ese café de puchero que tomaban en el patio en una especie de ceremonia, invitando a los vecinos de la casa de al lado. Él era etíope y me gustaba escuchar sus historias. Lejanas y exóticas. Un día tocó la planta originaria del café, un matorral chaparrito que produce unas bayas que van cambiando de color según maduran. Lo que más me divertía era cuando contaba que fueron unas cabras las que descubrieron el poder excitante de la baya, ya que se pusieron a brincar después de comérselas. El pastor que las cuidaba, desconcertado, se lo contó a unos monjes que lo guardaron en secreto durante siglos, usándolo para sus interminables horas de rezo. Luego en el siglo XV unos mercaderes robaron unos granos y  los llevaron a Yemen y de Yemen pasaron a toda Arabia y Turquía, de ahí a la muy europea Viena.

―Por eso existe el café vienés, con sus virutas de chocolate por encima, y el café turco, sin azúcar, donde los posos se quedan en el fondo de la taza ―concluía el vecino.

No se me olvidan las risas de todos cuando mi abuela dijo que a su marido lo que le faltaba era más café.

El café con el triturado hielo en vaso de cristal me iba activando las ideas, daba paso a esta columna. El cristal está muy frío, es bonito escuchar los hielos cuando colisionan con el vidrio. Doy sorbos cortos, como con miedo a que se acabe. Pero este miedo ha sido muy inspirador.