Más-caras

La quinta ola se debilita; la incidencia disminuye; el lunes 20 de septiembre, vuelven los aforos al 100% en la hostelería de Madrid –respetando la distancia interpersonal y utilizando la mascarilla–. Son noticias para celebrar.

Un restaurante madrileño. La mesa está dividida mayormente por dos tipos de personas: las que usan la mascarilla solo en los lugares que obligan a ello, y los que han decidido esperar a ver qué pasa con el avance de la pandemia, llevándola puesta casi siempre. Hay un tercer grupo, los que han descubierto que no les va mal con la mascarilla, que encuentran otros beneficios más allá de la protección anticovid: beneficios sanitarios, beneficios, llamémosles, sociales porque, por ejemplo, tapan defectos físicos y eso ayuda a relacionarse mejor. Se sienten protegidos y se quedan con ella. Incluso los comensales comentan que en las últimas pasarelas han desfilado unas máscaras con luces led, para incorporar al ocio nocturno, reproduciendo rostros de animales. Algunos y algunas ya han tomado nota de ello.

Igual que en el campo de la moda, en el mundo del arte existen profesionales que, periódicamente, se reúnen, deciden y presentan al mundo consignas, indicando lo que se llevará estética y comercialmente durante la próxima temporada o la nueva década. Si los modistos hablan del uso y abuso del chándal, de colores dorados o básicos o de vestidos ceñidos o tunicosos, en el mundo del arte se habla de los nuevos ismos: pandemismo, covismo. A ellos voy a sumar el sensacionismo, que busca la convergencia de todas las sensaciones, por muy contradictorias o dispares que sean. El axioma «sentir todo de todas las maneras» condensa esta filosofía. Y además con estas actitudes estilísticas, la obra creada viene a señalar que la capacidad de recuerdo de un objeto no depende solo de su fuerza de brillar, o de la fuerza memorística del que lo recuerda sino de la estructura del mundo vital en el que está emplazado.

Los tres artistas que he elegido, y a continuación se los presento, existían per se, pero ahora introducen algo más. Y por eso los he seleccionado porque, con nuestra experiencia de hoy, todos lo captamos simplemente mirando sin necesidad de estudios en la materia artística. Y si sigo con la dicotomía cara-máscara del título, planteo con ellos que no hay un sentido unívoco, sino declinaciones  plurales; se evidencia la existencia de otros ejes y relaciones posibles más allá de los discursos y narrativas dominantes de la Antigua Normalidad. 

Con esta introducción, con la confusión vivida en el último año y medio, y con la ola de optimismo que está llegando, lo que les muestro es sedante.

He descubierto la obra de Volker Hermes, artista que nos trae su visión del mundo un tanto tapada; con las herramientas adecuadas extiende tejidos de factura refinada, y alarga tocados y pelucas.

Autor: Volker Hermes

El uso de la mascarilla es un argumento que le ha dado la ocasión de crear su obra propia, auténtica. La verdad que me producen emoción, me anima verlas por encontrarlas seductoras.

El artista convierte en algo cotidiano lo que la historia del arte reserva a la excepción. Personajes de una élite, cuyos retratos han perdurado y él, ahora, al taparles el rostro, con esta situación vivida, los hace cercanos. Cualquiera, incluido niños, puede entender el porqué de sus rostros cubiertos total o parcialmente. Yo lo llamaría pintura vital, en la que el drama de la vivida pandemia, ante el lienzo, se complementa con la alegría de vivir. Hay humor y me parece que conseguirlo es un reto artístico; la vida está llena de contradicciones y por eso el humor no hay que perderlo, porque nos salva.

Con mi siguiente artista, René Magritte, intento que poco a poco se vaya extendiendo este juego que hago. Además recomiendo la recién inaugurada exposición, en el Museo Thyssen, La máquina Magritte, que simplifico a la manera de un microrrelato:

Mascarada. Autor: René Magritte

El pintor está trabajando en su estudio. Es un hombre de costumbres. Se levanta. Desayuna. Lee el periódico y comienza a dibujar. Su horario es de 9h a 16h, con una pausa para el almuerzo. Hoy ha empezado más tarde porque se ha entretenido leyendo la última excentricidad de su colega, Salvador Dalí.

―¡Ay, amigo! No somos iguales ―piensa.

Magritte sabe que se le ha reprochado no ser tan fogoso, ni ardiente, ni entusiasta, ni vehemente, ni impetuoso, ni loco para su etiqueta de surrealista, pero tiene claro lo que quiere hacer y, sin prisa, sin pausa, va sacando una obra riquísima en azules, con argumento, economía, acción, simetría, perspectiva, luz y gracia. Su secreto es su rebeldía. No es una rebeldía amarga, sino comprensiva porque quiere huir de la facilidad al igual que otros surrealistas.

Con este cuadro, Mascarada, se me ocurre fantasear con la idea de tejer una leyenda que poco o nada tuviera que ver con la realidad de la Antigua Normalidad pero es conveniente para la Nueva. Y así lo haré. Magritte se acostumbra a llevar no sólo una sino varias máscaras, dependiendo de las circunstancias. Y sucedió: de pronto aparecía convertido en el visceral, el correcto caballero para convertirse horas más tarde en el pescador de peces gigantescos o el recolector de manzanas y, por qué no, días después en el chiflado fumador insaciable. Pero todas estas máscaras ocultaban una sensibilidad casi excesiva, por no decir, pudorosa. Lo que buscaba era preservarse de los demás, de los merodeadores de su intimidad.

A mí me vale mi último artista, Pedro de Camprobín, y su cuadro, El caballero y la muerte, una vanitas muy nuestra, del siglo XVII, para repetir que aunque nuestra visión actual sobre el arte y el marco social ha cambiado completamente en comparación con los siglos anteriores, se puede volver a mirar una pintura histórica desde un punto de vista contemporáneo.

El caballero y la muerte. Autor: Pedro de Camprobín

Como espectadores somos capaces de imaginar una novela romántica donde el joven y seductor caballero, con toda una leyenda de conquistas a sus espaldas, va a ser engañado, máscara de por medio, por quién él considera su amada.

Pasada la primera sorpresa de ver esta pintura del siglo XVII, escogida por ofrecer los elementos suficientes que pedía gran parte de la población de aquel momento –afectada de un pesimismo derivado de la mala calidad de la vida–, me encaja con la manera de pensar, de sentir en nuestro actual mundo convulso, donde nos hemos dado cuenta de la fragilidad global –asunto muy recurrente en las vanitas que comentaré en otra ocasión–. Con Camprobín he recuperado nuestra Historia del Arte o la Memoria, que fue en la mitología la madre de las Musas, entre las que se encontraban las Artes y la Historia. En ese híbrido de Museión –el lugar de las Musas– estará siempre el de la Historia y el de las Artes, bajo el signo de la Memoria.

Termino con aquel aviso de William Faulkner: «El pasado no está muerto, ni siquiera está pasado».


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