Julia entró en Madrid y a Madrid le entró Julia

Prorrogado hasta diciembre de 2022

La hermosa y solitaria Julia nos va a dejar dentro de poco, a finales del 2021. Ha estado con nosotros 3 años, en la Plaza de Colón. El escultor J. Plensa la colocó antes de la pandemia. Luego, mientras todos estábamos confinados, tuvo la ciudad para ella sola y finalmente ha sido testigo de la vida que se normalizó en Madrid. Toda su estancia está bajo el mecenazgo –palabra de la que no sabía hace tiempo y me parece estar volviendo a los mecenas renacentistas, los Médici, los Sforza–, de la Fundación María Cristina Masaveu Peterson, mi último descubrimiento en colecciones de arte. Este mecenazgo consiste en apoyar el proyecto del escultor, su estancia, los materiales, la instalación, pero con el requisito de que sea colocada en el lugar que ya han decidido previamente los mecenas (la Fundación y el Ayuntamiento de Madrid). A Plensa le propusieron dos proyectos, dos cabezas, para colocar una en la plaza de Colón (una escultura de bulto redondo) y la otra en un patio interior (un relieve) que tiene la Fundación, llamado El patio del silencio.

Antes de ver dicho patio les voy a introducir en la historia del edificio de la Fundación. Fue un antiguo palacete, con distintos propietarios a lo largo del sigle XIX. A principios del siglo XX se decidieron derribar muchas de las casas señoriales de la Castellana y convertirlos en bloques de viviendas. El palacete pasó a ser el Hotel Galiano. Cuando la Familia Masaveu decidió tener sede fija para su colección de arte, y así seguir con su coleccionismo, proteccionismo y mecenazgo, rehabilitó el hotel. Con dos condiciones por parte de Patrimonio Nacional: la primera fue respetar las dos fachadas: la exterior, que da a la calle Alcalá Galiano, y la interior, que da al patio central, al que no le han puesto nombre. La segunda condición a seguir fue mantener la escalera de caracol, la principal, que te lleva a las plantas superiores.

Toda la colección está articulada en torno al patio interior central rehabilitado que al oscurecer se puede mirar desde las salas. Ver su colección permanente de pintura Ilustrada y Romántica de finales del siglo XIX, para llegar al Naturalismo de Sorolla y el Modernismo catalán de Casas, en pleno centro de Madrid, es un privilegio que tiene la ciudad y recomiendo una primera visita; tras la cual se quedarán con un cuadro o un pintor que les habrá llegado y querrán volver a verlo.

Avanzamos en la visita y, antes de llegar a la salida, nos encontramos El patio del silencio. Es una caja con tres paredes de hormigón y la cuarta pared, de cristal, por donde vemos el relieve de Plensa: una alargada cabeza joven, de doce metros, que tapándose la boca con las manos nos invita a callar mientras la contemplamos. Hay un asiento enfrente del cristal para que nos tomemos nuestro tiempo. Nos sentamos y vemos que la cabeza de la joven está dividida en siete piezas perfectamente colocadas una encima de otra. El número siete tiene un valor religioso y el escultor lo sabía cuando planteó este tótem, del que destaco la blancura, que vemos, y su superficie, que no podemos tocar. El color tan blanco es por el polvo de mármol mezclado con resina que, además, lo hace más resistente a la intemperie. Si hubiera sido solamente de mármol o alabastro, el material habría enfermado –jerga de escultor–, se habría ensuciado.

Lo ideal es verlo en un día soleado porque la caja, el patio, no tiene techo y el sol se refleja solamente en las tres planchas rectangulares que hay encima del relieve, aumentando la sensación de blanco. Me quedo absorta.

A los museos que se visitan por primera vez conviene ir con tiempo porque una no sabe con lo que se va a encontrar. Algo que se puede sentir es el síndrome de Stendhal, ese arrebato de los sentidos, el pálpito que se siente al ver algo que te sumerge en la belleza pura. Que cuando lo ves pierdes la noción de lo que te rodea, te aislas del entorno pero estás en una extraña sensación de seguridad y bienestar. Es esa placentera excursión a dimensiones desconocidas que se da pocas veces en la vida.

La otra obra bajo mecenazgo es Julia, la idea de Museo que traspasa las paredes, les musées hors les murs / museums outside the walls (le queda bien al ritmo que llevo); una escultura al aire libre, cuidada como si estuviera en el interior, pero a la vista de todos en cualquier momento del día.

Decidieron colocarla sobre el pedestal donde estuvo la estatua de Colón (a ésta la desplazaron no muy lejos, al centro de la glorieta), pedestal por donde irán rotando diferentes obras artísticas. La guía nos cuenta la intención original del escultor con su obra: del silencio del patio pasamos al bullicio de la Plaza de Colón. Y desde ahí no mira –tiene los ojos cerrados– pero nos oye y respira. Despacio como en una meditación. Es un monumento a la respiración, te fijas que inhala por la nariz y exhala por la boca.

Ha recibido muchos piropos y le han escrito  textos muy bonitos. Se ha integrado muy bien en la ciudad. Y a mí me hubiera gustado acabar con algo poético pero el día que hice la visita guiada un señor nos dio un baño de realidad:

Que suerte tiene Julia porque el cuerpo siempre ha sido un engorro: hay que alimentarlo, protegerlo, cobijarlo, curarlo. Darle gusto, en una palabra.

Ella es perfecta, tiene abiertas las puertas de todo que a otros se nos cierran por tener barriga, por no tener un cuerpo sano, lúbrico y satisfecho. El cuerpo suda, excreta, duele, pica…exige. Manda mucho. Yo, en concreto, hago ruido al respirar.

Hoy he visitado al neumólogo y me ha dicho que no estoy bien. El kilo de pulmones que llevo encima me pasa factura: el haber fumado es irreversible, la alergia deriva en asma… Me hicieron una espirometría. De las 23.000 respiraciones que hacemos al día, las mías no son buenas.

Todo el grupo le miraba. Y siguió hablando.

No es por contar mis problemas médicos, pero aporto, a mi entender, el mayor sentido que tiene JULIA con la pandemia, porque uno de los órganos más afectados son los pulmones. Ni Ella, ni nadie, lo sabía. Pero tanta belleza para homenajear a un órgano vital.

De vuelta a casa, decidí escribir sobre lo vivido y sentido en esta visita. No solamente la influencia del síndrome de Stendhal, ni de los mecenas renacentistas me bastaba. Quería algo más. Y con todo lo que les he contado, incluida la perorata del señor, termino así:

El Renacimiento, bastante sordo a lo que no fuera los sonidos musicales de las esferas, estableció la correlación entre el cuerpo humano y el universo. En su entendimiento cabían planetas, estrellas y constelaciones asignados a músculos, nervios, vísceras, huesos y piel en un acorde perfecto, con el equilibrio sabio de la Naturaleza. Ellos no hablaban de un cuerpo con roña, tiña…ni siquiera las más leves descamaciones. Querían una armonía.

Esta armonía renacentista la tiene Julia, oyente del 2019, 2020 y 2021 desde su atalaya privilegiada, ante esta avalancha de noticias, vetos, prohibiciones, de incertidumbre para el 2022.