Una de las cosas que más me gustan del teatro es hasta qué punto es un arte vivo que solo es posible cuando se nutre de múltiples disciplinas artísticas. No es el texto, ni la dirección, ni la interpretación, ni la música, ni la escenografía, ni otras cosas, sino el conjunto de todas ellas. Y así, sobre la base de un mismo texto, lo mismo te encuentras un Hamlet de Tomaz Pandur interpretado por Blanca Portillo (el cual tuve el privilegio de presenciar en Matadero hace ya nueve años, aunque casi me matara de un ataque de reuma por lo acuático de la versión), que el Hamlet de Alfonso Zurro de la mano del Teatro Clásico de Sevilla, en el que, para regocijo de Javier Marías, el protagonista vuelve a tener pene. Por si en mi intento por hacer creer erróneamente que soy un erudito que ha visto varias versiones de Hamlet y de paso traer a la memoria al columnista Marías he generado confusión, aclaro que voy a hablar de la versión de Alfonso Zurro traida por el Teatro Clásico de Sevilla.
Es por esto de las múltiples disciplinas que alimentan el teatro (retomemos el tema) que te pueden decir de ir a ver una obra de Shakespeare, que no es por nada pero lleva más de cuatro siglos muerto, y tu vas y la disfrutas. Porque sobre la base de un buen texto (desde los criterios de evaluación del teatro clásico) se pueden hacer maravillas, y se hacen, siempre desde distintos enfoques. Y eso que uno es suspicaz (amargado, dirían otros) y cuando ve que la obra ha sido galardonada con 21 premios como que, por alguna estúpida razón, se pone a la defensiva.
En primer lugar, la obra ha sido abreviada sin perder su esencia. Que sigue durando más de dos horas, ciertamente, pero es que la original duraba casi el doble. Vale: Shakespeare es Shakespeare y esto y lo otro, pero tras pasar por la tijera del siglo XXI donde la gente pierde constantemente el foco de atención y ya es tendencia ver las series de televisión aceleradas para perder menos tiempo, una de las mejores cosas que se pueden decir de una obra que dura más de dos horas es que no se hace larga. Que el Teatro Fígaro tenga butacas cómodas ayuda también a ello, porque la misma obra en sillas de playa te puede dejar el culo plano y la espalda torcida (o al revés), pero sin duda en la sensación de que la obra se pase rápido influye un buen hacer y en una manera muy efectiva de agilizar la representación, muy de mi gusto (que no es universal, pero es el que tengo), al encadenar secuencias.
Y no, no voy a hablar de la obra en sí. Es Shakespeare, por favor. Después de cuatro siglos se podrá comentar que sí, que al final muere hasta el apuntador. De lo que se trata es del montaje. Un montaje en el que la música es muy puntual (pero efectiva), en el que ya he comentado que se pasa rápido el tiempo y no tiene espacios muertos, y en el que la escenografía es cuando menos curiosa. Venga, vale, voy a hablar de la escenografía.
Pues resulta que según entras en la sala te encuentras con una serie de espejos en el escenario formando un anfiteatro, ligeramente inclinados para que el público pueda ver la acción desde distintos ángulos, pero sobre todo que pueda ver el suelo, en el que solo se ve una tela blanca y una silla derrumbada sobre un montículo. Y ya está. Y es fantástico: el decorado es el suelo. Ante los ojos del espectador, sin detener la acción en ningún momento, el suelo irá evolucionando, convirtiéndose en distintos espacios y será lo que le da vida a un escenario virtualmente vacío, rellenando las paredes a través de los espejos provocando en algunos casos el efecto de un horizonte casi infinito. Supongo que al menos uno de los 21 premios que mencionan será por eso.
Resumiendo: es una obra muy recomendable incluso para los que piensan que no les va a gustar ver una de Shakespeare.
Hamlet puede verse en Teatro Fígaro (c/ Doctor Cortezo, 5 de Madrid) hasta el 23 de agosto.