Por Albino Monterrubio. Relato seleccionado para el miércoles, 6 de mayo de 2020, en el I Concurso de Microrrelatos «Hoy Madrid». Foto de Rodion Kutsaev en Unsplash.
Al llegar cada Navidad, inundaban su mente los mismos recuerdos, atesorados en el curso de los años.
De la niñez, la ilusión de comprar figuritas en una Plaza Mayor abigarrada de luces, sonidos y personas. De la adolescencia, el sabor del bocadillo de calamares degustado junto a sus amigos bajo el Arco de Cuchilleros. De la juventud, el olor del chocolate de San Ginés, colofón de las juergas iniciadas en los mesones de la Cava Baja; o los paseos con su novia por la Puerta del Sol, tocados con sombreros estrafalarios…
Sin embargo, un ritual se repetía anualmente, sin cambios. «Vamos a La Milagrosa», anunciaba su madre. E iban juntos, a ver aquel Belén maravilloso, en el que se hacía de noche y de día. Siempre, al cantar el gallo anunciando la salida del sol, cogía su mano para avisarla: «¡Mira, mamá! ¡Amanece!».
Aquel año, primero que faltaba su madre, pensó en no ir, pero al final pudo la costumbre. Cuando la luz mortecina del amanecer iluminó el Castillo de Herodes, sintió un gran vacío. Entonces, notó una presión en su mano y miró hacia abajo, desde donde le observaban dos ojos enormes preñados de emoción. «¡Mira, papá! ¡Amanece!».