Madrid Galdosiano

Relato enviado por Patricia Andrés Sánchez (Sambay) para la convocatoria «Historias de la nueva normalidad». Fotografía de Luis García en Wikimedia Commons (monumento a Galdós en el Parque del Retiro de Madrid, obra de Victorio Macho).

Este verano diferente que nos ha tocado he intentado tomármelo de la mejor manera posible. Como he limitado bastante mi vida social, me temo que vamos a tener que acostumbrarnos a ello, he buscado nuevas aficiones. Una de ellas son los paseos al anochecer. Ahí estaba yo, caminando las calles del centro, parándome en los escaparates –mi madre siempre decía que me atontaban– cuando vi un grupo, no muy numeroso, de personas escuchando a un guía. Mantenían la regla de las tres Ms: mascarilla, manos y metros. Me gustó. Así que me animé, pregunté y me aceptaron en el grupo; yo era la décima integrante. Estaban recorriendo parte del Madrid galdosiano. En el 2020 se cumplen 100 años de la muerte de Don Benito Pérez Galdós, ¡qué mejor sitio que esta convocatoria de relatos cortos para rendirle un homenaje! Además, en el tiempo del estado de alarma, pude ver entera la serie de Fortunata y Jacinta… y Tristana de Buñuel. Por cierto, ¿sabían que el papel principal se lo ofreció el director a Rocío Dúrcal?, no lograba ver a C. Deneuve de huérfana adolescente toledana. R. Dúrcal lo rechazó y estuvo arrepintiéndose de ello el resto de su vida. Curiosidades aparte, sigo describiendo el paseo guiado. Callejeamos en torno a la Plaza Mayor y Plaza de la Villa, fijándonos en los nombres, edificios donde se desarrollaron muchas de las novelas galdosianas. El escritor nació en Las Palmas de Gran Canaria, estuvo muy unido a Santander pero fue un contemplador de la sociedad madrileña, describiendo y entremezclando una pirámide social, donde dio protagonismo a esa densidad de vida que latía (y sigue latiendo de otra manera).

El guía nos detuvo en un café. En uno de los veladores había un Galdós de cartón fallero, sedente, a tamaño natural. Manolo, el dueño, aprovechando el tiempo de confinamiento, con su hijo, se dedicó a construirlo. Lo va moviendo de velador en velador, no pesa mucho, según las peticiones de la clientela, que está encantada. Los adultos le tienen como contertuliano y los niños lo miran, lo tocan, aprenden quién fue este señor.

Los diez no dimos crédito a semejante hallazgo. Y todos entendimos que alguien que construyó con sus manos lo que teníamos delante, evidentemente tenía muchas más cosas que contar. Y así fue. Con una cerveza bien fresquita en la mano escuchamos la historia de Manolo. Él regentaba, hasta hace poco, una casa de comidas, El Garbancero, que tuvo que cerrar. Nos explicó el porqué de ese nombre: «a Pérez Galdós le apodaron El Garbancero por su gusto a mencionar un buen cocido madrileño en casi todas sus novelas. Mi hijo, que es muy habilidoso, construyó en papier maché una cazuela de donde sobresalían garbanzos. La colocamos en una vitrina junto con fotocopias de páginas de sus novelas, en las que el escritor se refería al cocido. Así le mostrábamos nuestra ración de respeto a él y un doble rechazo a sus detractores que no teniendo suficiente con no apoyarle para el Nobel de Literatura encima le colocan este mote nada amable de manera póstuma. Galdós fue un hombre tímido, calmado al que confundía tanta palabra hablada que le llegaba a producir un ruido que borraba ideas, atiborraba y aburría. Me imagino que por eso escribió historias, procurando así evitar el aumento de ese ruido y la pérdida de tiempo».

La visita llegó a su final. El grupo se disolvió pero nos quedó a todos muy buen sabor de boca; con ganas de repetir y aprender anécdotas de ese Madrid antiguo que recorremos en esta Nueva Normalidad.