El reflejo del cielo

Relato enviado por Miguel Sancho Cebrián para la convocatoria «Historias de la nueva normalidad». Fotografía de Paula Carrasco en Unsplash.

Tras tres meses de encierro en casa, Emilio se disponía a dar su primer paseo. La pandemia había causado estragos y él se había mantenido rigurosamente aislado, temeroso de cualquier contagio. Su ánimo había decaído drásticamente. Desde hacía algunas semanas el Gobierno permitía los paseos en determinadas franjas horarias. Pero él no se sentía seguro para afrontarlo. Hoy, sin embargo, su cabeza y su corazón formaban un frente común para abrirse paso por las calles de Madrid. Echaba de menos su paseo. En eso era metódico. Muy riguroso. Discurría exactamente por las mismas calles hasta alcanzar uno de los bancos de la Plaza de Oriente.

Tras poner el primer pie en la calle, una agradable sensación le recorrió el cuerpo. Podía sentir la calidez de aquel tiempo primaveral que tanto había añorado. Pero tenía miedo. Y no sólo por un posible contagio. Temía no reconocer su ruta. Que hubiera habido cambios, obras, o simplemente haberla olvidado. Pero nada fue así.

El descenso por el Paseo de Moret discurrió sin imprevistos hasta encarar Pintor Rosales. Se le hizo extraño no enfrentarse al habitual bullicio proveniente de los parques infantiles. Pero éstos seguían cerrados. Ni siquiera el rumor de los escasos vehículos en circulación perturbaba el ambiente. Esta nueva normalidad abría paso al dominio hegemónico de las aves. Libres de  obstáculos, se erigían como dueñas de la ciudad. El gorjeo sonaba osado, incluso irreverente. Pero nada de eso importaba ahora. Emilio se sentía confiado, y avanzaba hacía su objetivo.

Al llegar a la altura del Templo de Debod un ladrido a escasos metros le pilló desprevenido. Algo aturdido pudo recuperar el ritmo mientras unas disculpas quedaban atrás. Durante el confinamiento las noticias sobre la pandemia habían monopolizado la información y no pudo evitar acordarse de aquellas que alertaban sobre la posible transmisión por medio de los animales de compañía. Poco después alcanzó el paso de peatones y se puso en primera línea, muy próximo al resto de viandantes que esperaban allí. Alguno se desplazó levemente, guardando así la llamada distancia social. Emilio, ajeno a todo eso, estaba feliz. Aliviado por el hecho de haberse animado a salir. Habitualmente, a esas alturas, se sentía cansado, tanto por lo ya recorrido como por la expectativa de enfrentarse a la pendiente de la calle Bailén. Sin embargo, en esta ocasión nada de aquello le había hecho mella.

El melodioso sonido del arpa anunciaba la llegada a la Plaza de Oriente. Nervioso, la cruzó cabizbajo y enseguida encontró su banco. Antes de sentarse, un leve movimiento del bastón le hizo saber que estaba libre. Después, lo deslizó hasta el suelo mientras sus gafas oscuras reflejaban el cielo.