Costumbres de barrio

Relato enviado por Albino Monterrubio para la convocatoria «Historias de la nueva normalidad». Fotografía de Jon Tyson en Unsplash.

Hay quien afirma que soy una persona de costumbres. Es cierto que, desde que cerré la zapatería y me jubilé, va para veinte años, todos los días repito la misma rutina. Incluso en agosto, cuando los que quedamos en Madrid protagonizamos una película posapocalíptica, de esas en las que una enfermedad acaba con la humanidad y sobre la faz de la tierra solo quedas tú en representación de la raza.

Me levanto a las ocho y bajo a desayunar a El Balcón de la Guindalera. Descafeinado con leche en vaso —corto de café— y dos porras recién hechas, con dos sobrecitos de azúcar. Odio que estén frías, pues se quedan chiclosas, y si es necesario espero hasta que Juanito las trae de la churrería. Después de desayunar me acerco al quiosco a por la prensa. No diré qué periódico leo, pues según están las cosas sufriría el rechazo de la mitad de la población, que no compensa con que a cambio la otra mitad te considere uno de los suyos. La lectura minuciosa del diario, sentado en un banco del Parque San Cayetano si hace buen tiempo, o en el Centro Cultural si hace frío o llueve, me lleva buena parte de la mañana.

Tras comprar una pistola —bien cocidita— en la panadería de Mariano, almuerzo en la soledad de la cocina el plato que preparé la noche anterior, mientras escucho las noticias en Radio Nacional. Siempre lo acompaño de un vasito de vino que —como sabe todo el mundo— es bueno para la circulación. Tras una siesta de una hora, entretengo la tarde con esos programas de la televisión en los que los concursantes parecen cada día estar a punto de ganar una millonada que luego pierden en el último momento. Rara vez recibo la visita de mi sobrino, que vive fuera de la ciudad y viene de Pascuas a Ramos para cumplir con el expediente y asegurarse de que no me olvido de él y le dejo el piso en herencia.

Por eso, cuando llegó este asunto del «bicho» y mi rutina saltó en mil pedazos, estuve desorientado varias semanas. Por de pronto, mi sobrino me llamaba a diario. Al principio supuse que quería pedirme que hiciera testamento, aunque luego descubrí con asombro que estaba preocupado. Fueron malos momentos: daba miedo salir a la calle siquiera para tirar la basura, y las cuatro paredes de casa se afanaban en estrecharse cada día.

Pero todo pasa, y hemos llegado a eso que llaman la «nueva normalidad». Y no está tan mal, oiga. Me levanto a las ocho y me tomo mis porras en la terraza del bar, manteniendo la distancia de seguridad. Con la mascarilla bien colocada, leo el periódico a la sombra de una acacia. Ahora alterno las cabeceras, pues me divierte comprobar que se puede vivir en mundos distintos sin moverse del mismo sitio. Me acerco a por mi pistola —bien cocidita— que Mariano me da con guantes. Ah, y no olvido el vaso de vino en las comidas. Que como todo el mundo sabe, es bueno para la circulación.