Palabras clave: Emilia Pardo Bazán, cuentos, Chema Madoz, Crueldad, ilustración, Ana Martínez, campaña publicitaria del Cero Dieciséis.
Con estas palabras les hago partícipes de mi manera de enlazar parte de lo que acontece en Madrid actualmente: el 016 reclama ser marcado, Crueldad es la exposición de Chema Madoz (Madrid, 1958) en el Círculo de Bellas Artes, leemos los Cuentos Sangrientos (y otros) de Emilia Pardo Bazán con motivo de su centenario in memoriam (La Coruña 1851-Madrid 1921). A todo ello le acompaña la ilustración de Ana Martínez.
Cuando visité Crueldad por primera vez me interesó pensar que Chema Madoz también escribe el relato que pretende contar con las absorbentes imágenes –no me gusta reducir a una persona a una sola faceta–. Y así el fotógrafo alterna los formatos de acuerdo con la imagen que desea mostrar. Transmite parte de su propia humanidad con sus fotografías ingeniosas, brillantes, incluso lógicas para el que mira. Nos hace confidentes de sus reflexiones, de sus expresiones, no dejando nada al azar, estudiándolo todo, ningún detalle está puesto a capricho y con el talento y el buen gusto de no caer en el dramatismo exagerado, que tan fácil le hubiera sido dado el tema que trata.
Mi aportación ha sido elegir dos fotografías de Madoz, interpretadas por Ana Martínez, y revisitar nuestra Historia para escribir dos cuentos a la manera Pardo Bazán, escritora que tengo en la cabeza.
Y veo a la escritora y al fotógrafo en una misma dirección, con una obra bondadosa, denunciando la violencia de género.
Dos cuentos creíbles, crónica de la situación de la mujer hace unos 100 años.
El coleccionista
En el Casino de la capital de provincia no se hablaba de otra cosa. Un descendiente de la desaparecida familia Peiro volvía al pueblo. No sabían qué edad podía tener, avanzada, ya que nadie de los presentes le recordaba. La gente de imaginación no se resignó a no inventar: tenía que ser de una, dos o tres generaciones anteriores. Si se sabía que era rico, con una fortuna conseguida en Las Indias, por aquel entonces el que quería mejorar sus condiciones de vida pasaba a Indias –se pensaba que el oro rodaba por las calles y sólo había que agacharse para recogerlo–. Volvía sólo, sin mujer. Era muy gustoso escuchar los cotilleos sabrosones de un gallego que conoce a otro gallego que ha estado cerca de un tercero que sabía algo del Señor Florindo Peiro. Total, que contaban que siendo mozuelo, se marchó con una muchacha estimulante, de su edad y mismas aspiraciones de prosperar. La sustituyó por mujeres más jóvenes y más dedicadas a él. Nunca nadie supo de su primera esposa. Son tierras muy lejanas y nadie la reclamó. El tiempo pasaba y él conseguía una fama de aventurero, emprendedor. Se dijo que trabajó en el llamado Ministerio de Ultramar, el que se encargaba de las provincias españolas en América en la segunda mitad del siglo XIX, a la vez que la fortuna crecía y el número de mujeres a su lado. Y así consiguió coleccionar, echar la red a mujeres jóvenes y vitales: con casamiento o sin él –se daban apodos para la mujer que no se casaba, si encima se racializa salen horrores–.
Cuatro millones de reales se trajo.
Lo siguiente que se contó en el Casino fue una boda que se había celebrado en el pueblo. De Don Florindo Peiro con Rosalía. No se entendía que un ochentón o más, acabadito, seco como una pasa, fuera al altar con una jovencita de veinte, muy golosa de vivir. Las comadres del pueblo la decían que le había caído el premio, que era afortunada.
–No te va a faltar de nada, boba, vas a estar protegida. ¡Qué suerte que de tantas muchachas bonitas que hay desde el Sil hasta el Aveiro, te haya escogido a ti! ―era lo que escuchaba de su propia familia, contentos porque se acababan sus privaciones.
–Los fortunones es como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan las causas –decía otra vecina.
La joven rezaba agradecida a su Virgen.
En la noche de bodas él fue muy claro. No le iba a pedir nada sexual. Sería como un padre con devoción por su hija.
–Sólo te pido que te acerques mucho a mí porque tengo frío en los huesos –le dijo en la cama que compartían.
Él quería un trueque entre el agotamiento, la decrepitud casi sepulcral y la juventud viva, ardiente. Simplemente por cambio de alientos, por absorber su sana respiración. ¿No había pagado? Pues era suya.
Los meses pasaban. El Pazo que tenían como vivienda era conocido, y muy comentado, en la comarca. Tenía Don Florindo como contertulios a respetados médicos, boticarios, también curanderos, por estar muy interesado en los avances de la ciencia. Una leyenda negra empezó a circular de lo que ocurría en aquel casoplón: se creía que la sangre, las mantecas de mujer, rejuvenecían pero era criminal conseguirlas; en cambio unos chupitos de sangre discretos, en la misma vena, mezclados con azúcar, mientras la ingenua dormía, no daban sospecha. Una pequeña incisión en el tobillo no se notaría. Se le podía echar la culpa a una araña.
Todas estas habladurías comenzaron porque Rosalía empezó a palidecer. Consumida, postrada de puro débil. Los médicos hablaban de morriña (se llamaba así). Ella falleció antes de cumplir los veintidós. Buen funeral y buen mausoleo no le faltaron. Unas fiebres, dijeron. Ocultamente, los curanderos le extrajeron la grasa y el epiplón, las mantecas, aún calientes, e hicieron varias compresas que colocaron a lo largo del cuerpo del indiano. Se notaba un rejuvenecimiento en la piel, una espalda más erguida, una mejoría general en su cuerpo.
Primer final: Él sonríe, buscando novia. Pasea, mascando tabaco.
Doña Emilia, a veces buscaba un final justiciero.
Segundo final: No se ría tanto que le puede salir cara la risa. Un resbalón tonto le hace caer a la calzada en el mismo momento que pasa un carruaje cargadito de carbón. Instantáneo todo.
La ratonera
Tres amigos de cacería hicieron una parada en la taberna, dos de ellos eran los hermanos Tomé, misóginos, víboras de la discordia, ricos por vender secretamente a los plateros oro labrado, sarta de perlas, pedrería de esmeraldas y diamantes; el tercero era señorito añoso con inclinaciones artísticas: la pintura y la escultura.
Se fijaron en la moza que les ponía los cubiertos: vestida de gris, el pelo rubio dividido en dos trenzas, parecía una figura del retablo de la iglesia. Fijó ella, María Silveira, la mirada de sus ojos azules en el tercer amigo. Cuando la comida acabó, se escuchó de él:
–Me la quiero llevar a Madrid a pasar una temporadita, ayudadme. Vosotros dos la acosáis y yo la rescato, quedando como un caballero.
Así ocurrió. En el rescate el ciñó el talle fino de la muchacha, talle de palmera decían. Ella se dejó porque además le había prometido hacerle un retrato grande con pendientes, gargantilla y anillo a juego; un pañuelo de encaje para los hombros, vestir seda, en vez de coserla y comida, buena comida.
María Silveira tenía un guapo novio, mocetón moreno con el que iba de bracete, muy pegados, y le dijo que se iba a la capital de niñera y a solucionar la intendencia diaria.
–Tú vas para cuidar al chiquillo y no para los grandes. Como yo sepa lo menos de tu conducta, la quijada de bueyes he de quebrarte en los lomos –advirtió el moreno novio.
La aldeana sonreía en sus adentros, bajando hipócritamente los ojos. Él se quedaba en la aldea y ella iba a la capital y los mirlos no iban a contarle lo que ella hiciese o dejase de hacer.
–Lo que se te fue a ocurrir. Nuestra Señora del Plomo me valga –contestó la mocita, con su genio de pájaro.
Ya en la capital, tuvo todo lo prometido y más, incluida la sortija del compromiso y luego el anillo de casada que lo proporcionaron los hermanos Tomé. Estaba contenta y cada mañana se arrimaba a la ventana y cantaba. Los viandantes se arremolinaban lanzándole olés.
El marido se enojaba, tenía accesos de ira. Se transformó, desarrolló, con su personalidad ciclotímica, los celos (me gustaría recoger los hilos de aquella sicología que le llevó a enfermar por celos). Celos violentos, irrazonados, crueles y difíciles de curar. Como la cuerda de un reloj loco, su cerebro se disparaba en pensamientos sin ilación. Se refugiaba en el taller, donde crear le servía para reprimirse, donde atacaba al papel con un lápiz duro con un trazo enloquecido, con una borrachera neurótica de líneas que se abolen entre sí a la vez que se multiplican. Encerraba el rostro de Rosalía en el rectángulo de papel o del lienzo. Así él la sentía atrapada, con lo que había engendrado con su lápiz.
También hizo una de sus esculturas, surgida de un doloroso sentido de frustración: La mujer degollada, el cuello largo, trinchado en sus vértebras donde una pequeña cabeza era el término de un mundo cuasi vegetal. Un cuerpo cuyas extremidades eran helechos.
Él tenía errado el sentido de la honra y se le ocurría decir cosas como:
–Me dices que no tienes pensado engañarme, en lo sucesivo, sin que lo puedas remediar lo harías. No te molesto más–. Y a continuación le enseñó un revólver–. El día que note algo te pego un tiro en la sien, mientras duermes. Ya estás avisada.
María Silveira, víctima del terror no se atrevió a dar un paso. Estaba muerta en vida. Si el asesino no era el marido lo sería el insomnio.
No eran tiempos donde se hablase de divorcios, se veía como un pleito muy largo que no acababa nunca. Además había que conseguir pruebas claras de maltrato.
Resultó que el marido murió tras unos retortijones de tripas; fue después que despachó la cena, regada con tragos de Avia, que María Silveira le servía.
Y se descubrió que el revólver no estuvo nunca cargado.
Esta es mi mezcolanza de los Cuentos sangrientos y cuentos de la Galicia Antigua de la editorial Bercimuel. Mi conclusión es que Emilia Pardo Bazán nunca hizo un mal cuento, no recuerdo ninguno malo pero sí recuerdo muchos buenos.
Cuando el roce no hace el cariño, segunda parte
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