Cuando el roce no hace el cariño, quinta parte

Retrato en negro de Ana Orantes

Puedo decirles
que no me queda casi nada,
después de tantos años
llenos de rabia.

Cerraba los ojos
protegía mi cara,
seguía a tu lado
malhadada.

De buenos momentos
no recuerdo nada,
pero sí tiempos amargos
que llenaron la casa.

A veces en mi vida
me di tanta lástima
por no tener el valor
que me faltaba.

Quería romper
con el miedo que mata
que no me dejaba ver
lo que de verdad pasaba.

Mi final no se presagiaba:
maltratada, aislada, atada y quemada.

Ana Orantes fue protagonista en El objetivo de Ana Pastor (la Sexta, el pasado 23 de noviembre de 2022). Un noble objetivo por parte del equipo para recordar/dar a conocer lo que le pasó a ella y el por qué era inaplazable una ley de violencia de género.

Yo también persigo tres objetivos: el primero ha sido reflejar, con bastante veracidad, su biografía; el segundo, poner el contexto de lo que se pensaba a su alrededor con el tema del maltrato; y el tercero, presentar en este blog el Ateneo de Madrid (lugar donde se grabó el programa de televisión).

Voy a contar la historia de Ana por décadas, así me facilito un recorrido a sus 60 años de vida y al maltrato que sufrió que acabó en su asesinato.

Década 1930. Ana nació en Granada. A los nueve años como ya sabía el abecedario y cuatro cuentas la sacaron del colegio para hacer las tareas domésticas y aprender el oficio de bordadora.

En la educación de las niñas no se invertía ni tiempo ni dinero. Hubo un paréntesis con la II República, pero duró poco; la Guerra Civil zanjó todos los intentos de su formación. A las niñas se las decía que fueran hacendosas, bonitas, angelicales; se las encaminaba a saber llevar una casa porque ese iba a ser su sitio. Si todo seguía una evolución normal, de casa de los padres se pasaba a la casa del  marido. Podía ocurrir que el hogar para el que se habían preparado no fuera tan dulce, pero tenían que aguantarse porque era un porvenir asumir el rol doméstico, de casada, que te asignaban. Puede parecer conformista pero es que no había opciones. No eran mujeres resignadas. Se pensaba así.

Había una figura en quién se confiaba, el confesor de parroquia. Se seguían sus consejos. A la niña Ana, le hacían creer y rezar:

Lucero matutino, luz de la tarde, sálvame virgen maría, de todas las iniquidades.

Inocente quiero ser, hasta el día que me muera, para así ver, tu aureola de doce estrellas.

Década 1940. La historia de maltrato de Ana arranca en esta década. Era una joven trabajadora y los domingos, ella con sus amigas iban al baile en la plaza. Un buen sitio de reunión de mocedades. Conoció a Tarzogro. No le convencía su físico por ser grande como un gorila; de soberbio carácter y su mirada huidiza le hacía menos interesante aún. Luego tenía todo un repertorio de faltas de tacto ya fuera en público o en privado. Salieron pocas veces y ella estaba decidida a no seguir viéndole y así se lo quería contar. Directa, al grano.

―Tarzogro, quiero cortar ―le soltó una segura Ana, tal cual, sin coger aire.

―Tú verás lo que haces, pero si no te vienes conmigo empiezo a decir a todo el pueblo que ya estás perdida. Que fuiste fácil. Ningún hombre se te querrá acercar por no ser mocita, por no haberte sabido guardar ―decía Tarzogro, sorbiendo el tercer chato de vino.

Ana no daba crédito. No podría soportar esa vergüenza. Y la familia sería señalada. Su confesor le dijo «Pecado de escándalo si se enteran los vecinos». Con lo que se quedaba con él. Se casó con él.

Década 1950. Desde el primer momento de vida en común todo fue mal.

En la noche de bodas, los primeros bofetones. Alternaba palizas con embarazos. Uno tras otro. Nacía un bebé, se respetaba la cuarentena y a por el siguiente. Ana tuvo 11 hijos. Viven 8.

Aunque la casa estuviera llena de niños, Ana no le pedía nada de ayuda a Tarzogro. No se le decía lo que tenía que hacer. Le tenían miedo a su ira, a su control hasta del aire. Se apartaban y punto.

Tarzogro monologueaba:

―No me busquéis complicaciones. Yo vengo de pelearme con la vida y quiero descansar en mi casa; no quiero ni ruidos, ni quejas de tus hijos. A ver si lo entendéis mejor con un poquito de jarabe de palo.

E instantes después.

―Las bofetadas con la mano abierta apenas duelen, ¿verdad, cariños? ―les preguntaba el maltratador con un pañuelo mojado en agua de colonia para calmar la inflamación.

Luego venían periodos de calma hasta que el ogro volvía a tener hambre. Motivos cómo la marca de un yogur o que la sopa estaba fría le daban ánimo para peleas, gritos y golpes.

Empezaron las primeras denuncias. Pero siempre recibía la misma respuesta de la Policía: «Dale margen, mujer; ya sabemos todos que bebe, que se calienta por nada. Anda, vuelve a casa con él. Perdónale en nombre del amor. Te quiere, Ana».

El perdón llegó a formar parte del ciclo de la violenciaY Ana volvía con él, porque lo que Dios había unido no debía separarlo el hombre; se excusaba en los hijos, en la seguridad, en la culpa que proyectaban sobre ella por juzgar, y volver a juzgar, al marido.

En la iglesia, el confesor le recordaba su día de boda y el «contigo hasta que la muerte nos separe»; para a continuación hacerla repetir «soy mujer y por tanto sufrida. No le guardo rencor, le perdono de todo corazón».

Educada en el perdón que se ha heredado de una educación cristiana y sigue perviviendo en la sociedad; lo que de verdad hay que jurar es «contigo hasta que muera el amor que nos une».

Y volvía a la casa familiar con la cara negra, hinchada, desfigurada por la última paliza.

Década 1960. Por un bote de nocilla mal cerrado, Tarzogro amenazó con una navaja a su hijo de 7 años. Ana lo denunció. Y el juez le aconsejó que regresara con su marido: «Vuelva con él porque en treinta años que llevo en el Juzgado nunca he visto llorar a un hombre por una mujer como él llora».

Y Ana le hizo caso. Volvió con él.

Década 1970. Ana sufría de depresión, ansiedad, y se acrecentaba porque los hijos se iban marchando de casa y la dejaban sola (con él).

Ocurrió que Tarzogro se quedó en paro por lo que Ana decidió abrir un pequeño negocio, una tienda de ultramarinos. Para ello era un requisito la autorización del marido, tanto para la apertura del local como para tener la libreta de ahorros. Se necesitaba la llamada licencia marital, su firma, por estar la mujer casada bajo la tutela del marido. No tuvo muchos problemas en conseguirla porque el monstruo tenía planes.

Como Ana no estaba en casa, Tarzogro empezó a pegar al hijo menor, toquetear a la hija más pequeña e incluso a una nieta. Nunca quiso a las mujeres ni niños que tenía cerca. Los quería retenidos, para él, como una posesión personal.

De nuevo a los juzgados. Pero topaba con jueces que solo se fijaban en las lágrimas de un hombre sin tener en cuenta lo que había llevado a Ana a denunciar. Podían parecer faltos de sensibilidad pero insisto, la sociedad no estaba preparada, no había herramientas legales; con soltar un «quién bien te quiere te hará llorar» bastaba.

Por supuesto que a Ana se le ocurrió marcharse pero al final siempre le faltaba valor; temía por los hijos, el miedo a quedarse completamente sola que ella misma se justificaba con el desgaste de tantos años de convivencia. Se encontraba reprimida, siempre había algo que le cortaba la decisión del verdadero camino a tomar.

Década 1980. Madre e hijos seguían acudiendo a la policía. La policía advertía a Tarzogro que no podía seguir acumulando denuncias. Y Tarzogro no paraba con los maltratos. El maltrato era conocido por la familia, por el vecindario, pero el no querer inmiscuirse en los asuntos de los demás, el no buscarse problemas hacía que no ayudaran, al contrario, se les oía decir: «Algo habrá hecho ésta para que el marido reaccione así, no es asunto nuestro tanto si la besa como si la pega», «Su marido le sacudirá lo normal, digo yo».

Década 1990. Un día la escupió y Ana toma la decisión de separarse. La había pegado, violado, insultado pero ese escupido le abrió los ojos y con valor le espetó al confesor un «alivio de luto es lo que tengo. He aguantado cuarenta años y ya no acepto más sus flores».

Una resolución judicial hizo que la casa del matrimonio se dividiera. En el piso de arriba Ana y sus hijos con unos cuantos cerrojos en la puerta de entrada. En la parte de abajo, Tarzogro. Las victimas intentaban no toparse con el verdugo. Pero el acoso seguía. No tenían su mano encima; sí sus ruidos: no había día que no cerrara con estruendo puertas y ventanas. También consiguió unos zapatos de tacón y se ponía a zapatear por las noches para disturbar a los habitantes del piso de arriba.

Ana iba a lo suyo, con una vida nueva. No se lo creía. Se apuntó a una escuela de educación para adultos. Se veía con un lenguaje básico, antiguo, simple en la manera de expresarse. Nunca pudo sacar tiempo para el aprendizaje. Quería desoxidarse. Ella sentía que retornaba al mundo con la enseñanza y en lo que puso hincapié fue en firmar. Quería ver su firma en papel. 

En la escuela le propusieron acudir a un programa de televisión a relatar su vida matrimonial, los malos tratos en concreto. Se presentó el 4 de diciembre de 1997 en De tarde en tarde. Tenía 60 años y habló como nunca había podido hacerlo. Contenta de estar libre. De no tener que convivir ni dormir con el ogro. De salir poco a poco de ese ambiente de violencia, machismo y alcoholismo. No perdonaba más porque le robó la vida y la dignidad. Le pesaba no haberlo hecho antes. Era muy duro lo que contaba, no obstante se la veía bondadosa en la imagen que proyectaba. Parecía una persona amable y se creyeron sus palabras. Sin llantos, sin emociones de odio, parca en la expresión de los sentimientos. Contaba desde la sinceridad y la crudeza de su vida, de su sufrimiento con el maltratador. Dejaba atrás ese calvario. Terminó con la frase «Nunca le quise. Ni amor. Ni sueños cumplidos».

Día fatídico para Ana, 17 de diciembre de 1997. El maltratador paseaba entre las calles de Cúllar Vega (Granada), insultándola por todo lo que había dicho en televisión.

―Esta pájara lo que quiere es quedarse con la vivienda. Se ha burlado de mí. Me ha dejado sin honor ¡Cómo ha podido contar que era ella la que ganaba el dinero para la familia con la tienda! Esto no va a quedar así. Algo muy gordo voy a hacer ―voceaba Tarzogro.

Lo preparó todo: la silla donde iba a sentarla, la cuerda con la que iba a atarla. Compró gasolina pero se le olvidaron las cerillas. No hubo problema, le pidió un mechero a un albañil de una obra cercana. Y esperó a que llegara. Cuando Ana entró al patio común, la abordó por la espalda, ató a la silla, la empapó con la gasolina y encendió el mechero.

Siempre nos horrorizará cómo murió Ana y por eso he querido adentrarme en su historia, porque tiene una profunda resonancia sobre el debate de la violencia sobre la mujer que todavía se exige mantener.

Su final llevó a muchos colectivos, a políticos a presionar para redactar una ley que llegó al Congreso de los Diputados. En 2004 se aprobó La Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género.

Firma de Ana Orantes

El Objetivo de Ana Pastor tuvo el bonito detalle de mostrar, en el Salón de Actos del Ateneo de Madrid, la firma de Ana. Con su historia se remontaron a no hace tanto, 25 años, a la sociedad de los 90, abrumada por la dimensión de un drama para el que nadie estaba ni prevenido ni preparado por no haber un protocolo judicial para tratar la violencia de género. Nos pusieron en un contexto familiar, social donde se consideraba lo normal el maltrato a las mujeres.

Ana bien podía ser un personaje de los relatos fatídicos de Doña Emilia Pardo Bazán, escritora que valoro porque sus Cuentos eran un reflejo de la realidad de las mujeres de principios del siglo XX y tienen marchamo de obra de arte literaria. Además fue admitida como socia en el Ateneo Artístico, Científico y Literario de Madrid en 1905, la Docta Casa, y que una mujer lo consiguiera era muy loable. Fue la primera en entrar en el sancta sanctorum del saber. Larga escalera y amplio vestíbulo que presagia el prestigio de la casa. Pasando por distintas estancias del Ateneo se llega a la Galería de Retratos de los socios, una de las mejores colecciones de esta clase. Retratos masculinos que son un elogio a la difusión del conocimiento y la cultura. A los retratados se les debe logros conseguidos en la salud, educación, política, cultura… Pero se han ausentado durante muchos años los retratos femeninos. Olvidadas, no por una conjura contra las mujeres si no por dejadez de la institución, a mi parecer. Ahora mismo, podemos ver colgados los retratos de mujeres socias como Emilia Pardo Bazán, Clara Campoamor, Carmen Laforet y Almudena Grandes. Habrá más retratos porque se ha puesto en marcha un proceso de restauración de memoria histórica con las mujeres en su sitio.

Mujeres del Ateneo, de máximo rigor, solvencia y altos estándares de calidad en su trabajo, que contribuyeron a conocer sus realidades y las de las demás creando una obra en su mayor parte al margen de las imposiciones. Sus retratos sirven de refugio porque son un referente.


Mi retrato en negro. El Objetivo. Todo ha servido para dignificar la vida de Ana, que tuvo un final devastador que ni ella ni sus hijos pudieron imaginar ni en sus peores pesadillas.

Cuando quiero escribir algo macabro busco/invento anécdotas raras pero susceptibles de que ocurran en la vida corriente y por eso me centro en lo inexplicable e inimaginable dentro de lo cotidiano. De hecho, muchas de estas narraciones comienzan con una descripción de la vida normal donde hurgo y agrando un agujerito por el que entra el elemento discordante para llegar a un final que ni se prevé, y claro, ni se previene. Esa ha sido mi intención.

Referencias que he tenido para escribir sobre Ana Orantes:

  • Película El hilo de la vida, dirigida por Edgar Neville (1945). Vida familiar. Costumbres. Final feliz.
  • Película La tía Tula, dirigida por Miguel Picazo (1964). Un vocabulario y costumbres en desuso. Ejemplos, Levirato y sororato.
  • El País Semanal. Dominical 2003.
  • Visitas al Ateneo de Madrid.
  • Los décimos de la Lotería Nacional de la última semana Navideña llevan impresos el rostro de Carmen de Burgos, periodista, y otra de las mujeres que El Ateneo va a poner en el sitio que se merece y le corresponde. En los próximos meses se añadirán a la Galería otros 12 retratos de socias ilustres: Elena Fortún, Rosa Chacel, Blanca de los Ríos y Nostench, Victoria Kent, María Lejárraga, Carmen Llorca, Madame Anselma, Ana Mariscal, Carmen Martín Gaite, Margarita Nelken, Hildegart Rodríguez y María Zambrano.

Cuando el roce no hace el cariño, cuarta parte

Cuando el roce no hace el cariño, sexta parte